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viernes, mayo 17, 2024

Caminar, solo caminar

Javier Zapata Castro

Caminar y caminar. Seguir haciéndolo para descubrir a golpe de vista el paisaje nuevo. Con unos cuantos pasos más se trasciende el sentimiento anterior, como para huir de uno mismo. Esto era caminar en el campo cuando no había cercas de alambre con púas y se podía avanzar sin obstáculo alguno, cosa que ahora es imposible porque hasta la más pequeña parcela está custodiada por alambres erizados, cuidando milpas chicas y grandes ―todas tan secas como el mismo corazón de un desamorado―.

Caminar llevando la escopeta en una mano y de ahí pasándola al hombro, listos por si algún conejo nos quisiera atacar. Caminar entre polvo, cardos y piedras. Hacerlo fuera de cualquier vereda, pues estas son para el andar de mujeres, niños y catrines. En estas andanzas testigo mudo es el mezquite ―quien desde pequeño ya muestra su rostro templado, seco, fuerte, huraño―. Caminar para alejarse de uno mismo hasta llegar a los confines en donde iniciaba la pequeña propiedad. Darse un trago de mezcal y enfrentarse a la ferocidad de alguna ardilla, zorra o liebre.

En uno de esos andares fue en donde de pronto encontré lo que no buscaba: ahí nada más, a golpe de vista, hizo presencia una pequeña cortina construida a cal y canto. Era uno de esos paredones fuertes y altos levantados para detener y guardar el agua ―que por ahí corría cuando hace muchos años hasta llovía―. La cortina tenía para presumir, su acta de nacimiento, -grabada a golpe de cincel en una losa que el mismo “pípila” llevo hasta allá-. Y en ella se leía retadoramente: “Esta cortina fue construida en el año de gracia de 1780…” Ahí estaba pues, erguida, casi como queriendo pelear con la sequedad, aún y que solo fuera con un charquito de agua ―charquito lodoso era todo su capital― y, claro, el lujo de un zacate que no dejaban crecer unas chivas que por ahí pastaban.

Echado panza arriba, bebiendo del tiempo en un espacio sin medida a la sombra de un tepozán, un pastor escarbaba entre sus dientes los restos de una comida inexistente ―el pastor solo había comido paisaje y tiempo―. Portaba un pantalón de marca. Así lo entendí, pues era mezclilla raída y deslavada. Llevaba paliacate al cuello ―mismo que con seguridad se pondrá de moda, solo esperemos a que algún junior lo adopte―.

Obligada era la plática entre caminante y pastor ―solo entre ellos― toda vez que las chivas aún no aprenden la castilla. Comprensible era el que al susodicho había que tratarlo con todo respeto, dado que, siendo pastor, de pronto hasta podría ser un próximo presidente de la República… El conejo que había sido cazado en el camino fue asado en las brasas y degustado como platillo exquisito, sin plato, sal, ni cubiertos; pero reto a cualquier gourmet a contradecir lo señalado.

Y la plática se regaló solita. El pastor sin flauta se olvidó del silencio guardado en costales de tiempo… Como el dijo:

― ¿Y con quién chingao’s hablar en estas soledades, si las chivas ni paulan ni maúlan? Mire joven ―dijo el pastor sin flauta, porque en aquellos tiempos yo lo era―, le voy a contar una historia pa’ que se entretenga, agradecerle el conejo asado y el mezcal…

>>Hace 40 años yo cuidaba el ganado del más rico del pueblo. Nada más vivía para eso, siendo las cuatro de la mañana, sacar la borregada y encaminarla con este rumbo, camina que camina. A los años supe que son cuatro horas arreando el ganado desde el rancho hasta la cortina. Déjeme decirle, joven, que fue desde aquí mismo, bajo este tepozán, cuando en aquel día que nunca he podido olvidar, vi al mero patrón, conocido como Antonino Salazar, que bajaba por el camino que viene del pueblo. Solo él y su alma sabían a donde se encaminaban.

>>Don Antonino venía a caballo y traía con él cuatro mulas bien cargadas. Venían al paso… De pronto, aquí abajito, con mucha violencia caballo y mulas salieron disparadas a carrera plena… Le voy a decir, joven, que yo desde aquí mero vi toda la faena, que no fue otra que don Antonino venía a enterrar las talegas de oro que todos en el pueblo ya sabían que tenía en su casa.

>>Fíjese bien joven ―dijo el pastor sin flauta―, hasta ’onde la vista alcanza, el potrero va derecho y la vereda pegada. Pero mire bien. Allá en donde se ve el apilamiento de piedras caídas, el camino se aparta más de 50 metros del potrero. Como que cerca y vereda tuvieron pleito y se distanciaron. De seguro hubo un pleito fuerte. Y es que ya nomas tardea ―y también de amanecida―, ahí en donde se ven las piedras caídas, se oye clarito el ruido de las mulas y del caballo de don Antonino, como si los animales se estuvieran matando entre ellos a puras patadas… ¡Pero eso como quiera!… ―dijo el pastor―. ¡Las maldiciones, señor! ¡Las maldiciones!

>>Muchos del pueblo las han oído. Por eso el camino abre, y ni borrachos pasan por ahí. Dicen que son las maldiciones de la boca de don Antonino, pero carcajeadas y a veces roncas, otras llorosas; pero siempre como si vinieran mesmamente de la profundidad de un pozo.

>>Mulas, caballo y don Antonino no volvieron al pueblo. De las talegas de oro, ni seña. Columbramos que están mero enterradas allá, por algún ladito del amontonamiento de piedras, donde la vereda se abre para alejarse del potrero…

>>De esto hace sus 40 años y no ha habido un solo cristiano que agarre un talache y se ponga a escarbar. Mire joven ―concretó el pastor sin flauta―, en verdad se lo digo, na’más es de pensar en eso y los pelos de la nunca se me ponen de punta ―dijo el posible sucesor de Juárez, y se empino lo que aún quedaba de mezcalito―. <<

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