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viernes, abril 26, 2024

 

INEVITABLE VIOLENCIA

La familia estaba formada por papuyo, mamuya y un titipuchal de chiquillos. Lo de papuyo y mamulla era la costumbre cariñosa con la que los niños se dirigían a sus papás. Hasta ocho pequeños se contaban en esa familia en edades que iban desde uno hasta los doce años. De ahí que dentro de la casa, construida parte con adobe, otro tanto de carrizo y el techo de palma, se pudiera ver a niños trepando, gateando, peleando, durmiendo, llorando… En fin, ocho infantes entre cuatro paredes bien que nos pueden regalar una imagen surrealista…

Todas las casas de la comunidad tenían tres tipos de cama ―propias para nacer, dormir, reproducirse y morir― consistentes en la cama principal hecha de adobes con almohada del mismo material, otras eran unas covachas pequeñas del tipo que los coyotes construyen en el monte, y el rebozo amarrado en el rincón sirviendo al más pequeño de cama, cuna o hamaca… Sin faltar en ninguno de estos tres espacios el colchón de paxtle abundante para suavizar lo que pudiera estar duro.

Un tablón servía de mesa y las sillas se diferenciaban por ser un bote o una piedra. Entre 10 y 11 de la mañana se almorzaba y de 5 a 6 de la tarde se comía ―cuando había―. Mamulla repartía tacos a diestra y siniestra, sintiendo que ahí no había un titipuchal, sino dos titipuchales de hijos.

Esta familia vivía en un pueblo de la zona media, ahí en donde Horacio Sánchez de Nava, en sus tiempos de gobernador, emocionado por la miseria observada o sabrá Dios por qué razón, dijo enfáticamente que “sus hijos pasarían las vacaciones escolares, año tras año de su gobierno, en esas comunidades dejadas de la mano de tantos gobernantes”. Y puntualizó que “lo haría para que los niños aprendieran de la cultura de su propio pueblo, hablaran su lengua, junto con la castilla antes que algún idioma extranjero”. Hasta donde se vio, esto no pasó de ser una hablada, pero en la trascendencia del hecho, como decía mi abuela ¿Eso qué remedia? ¿Qué remediaría pues, para los Pames, el que los hijos del gobernador vacacionaran en su pueblo?

Ya de siete años para adelante había que entrarle al monte a tumbar pitaya ―cuando la había―. La punta de un carrizo largo se abría en 3 partes atoradas con una piedra y así se arrancaba la fruta sin que esta cayera al suelo. La pitaya se ponía en un colote que nunca se llenaba, por razón de que los otros familiares caminaban atrás de los piscadores, y con una varita quitando las espinas, pelaban y engullían el fruto rojo, fresco ―antes de que el sol le besara―. Hartura de pitaya que comes todo el santo día, que ni de beber agua te acuerdas.

Otras dos ocasiones de buen comer se presentaban y presentan en la vida de este y de tantísimo pueblo…, de pronto, cuando se va caminando rumbo a las tierras de labranza, siempre muy alejadas de la comunidad, y ves en tu camino la huella de algún animal de monte: tejón o venado; igual de ratas o ardillas, pero esas tienen poca carne. No, venado o tejón hablan de llenadera…, y por ahí, a un ladito de la casa, envuelta en plástico, enterrada, está la escopeta. Se acostumbra seguir el rastro y por la noche desenterrar el arma y preparar la antigua lámpara de minero. Esta se porta en la cabeza…, y ahí vas en la noche de regreso a levantar el rastro, con la blanca lucecita de la lámpara que hace brillar los ojos del animal que te quieres comer.

Cuando el venado o tejón se dejan matar, la prolífica familia de Juan, contra lo que se pudiera creer, solo comen algún par de tacos de carne. Llevados por hambre antigua, medio sancochan una tira de pierna. Pero verdad buena que no pasan más de tres horas y toda la familia se encuentra dormida, roncando, como si un rayo los hubiera fulminado… Sus estómagos no están acostumbrados a digerir carne. Pero qué sabroso y llenador es primeramente comer pedacitos enteros y luego masticar y masticar. Afilar una varita para quitar la que se atora entre los dientes. Para los más pequeños, un caldo y la blandura de las vísceras.

Otra de las ocasiones en donde la tribu de Juan cambiaba de rostro y hasta dejaban oír su risa, se daba cuando el tesoro de una colmena era descubierto… Alguno de ellos veía por ahí a una avispa, lo comunicaba, y el área se sometía a observación militar, en ocasiones por meses completos. Y cuando se descubría la colmena, se daban a la tarea de juntar hojas, verdes y secas. Se prendía la fogata agregando pirul y apestosilla.

No hay, en esas circunstancias, uno solo que escape de ser picado. Pero la miel es otra cosa… Si bien la carne llena la panza; aletarga y hace dormir… La miel empalaga y después de probarla ya nada sabe igual. Mañana o pasado se ordeña, sacando cera para la velita del santo y también para sobarse con ella las adoloridas coyunturas…

Para quienes nacieron, crecieron y viven en la ciudad, esto no existe. En verdad que no tienen conocimiento de ello. Pero esta realidad es factor detonante de una violencia anunciada. Violencia con mayúscula. Lo que ahora mismo vivimos no es nada comparado con lo que se ve venir.

 

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