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jueves, mayo 2, 2024

MEMORIAS DEL PORVENIR

Otoño, pasión de hojas que se entregan a la tierra.

Javier Zapata Castro

Caminar por el bosque en donde tus pasos poca o ninguna huella dejan, sólo puede significar que los árboles han dejado y están dejando caer cada hoja de su vestimenta, para que, aún más que la gravedad, el viento les busque acomodo, borrando caminos y veredas a la vez que tiñendo espacios del mismo color que el oro viejo refleja.

Llega el otoño, y al tirar de los arboles las hojas se comporta como si fuera un espacio de tu propia vida, pues tiñó e hizo caer tu pelo. A las hojas del árbol, con rayos de sol pinceló…, y a los que caminamos por la vida, con luz de luna la cabeza plateó.
Hermoso espectáculo, regalo del otoño cuando llega ―mi alma lo espera con ansia―; piso, piedras y cañadas se van transformando, poco a poco, al cambiar su apariencia por un color que más que color es una condición, porque al café-amarillo-dorado-oro en el bosque se le conoce como “otoño”.

Verdadero placer en la vida es el de quedarse tirado por ahí, panza arriba, en el piso de un mullido bosque, viendo como una hoja lentamente se ve perseguida por otra ―sin haber timonel visible que dirija la caída, como tampoco punto señalado para llegar a ser una pincelada más en esa hechura de color otoño―, en donde los árboles, ahora desnudos, permiten por las noches ver las estrellas en el cielo.

Con harta abundancia presencié lo que les platico en ese bosque conocido como “El desierto de los Leones”, uno de los contados recuerdos de color verde que se pueden traer de la ciudad de México. ¿Llegas ahí buscando desierto? ¡No lo vas a encontrar! En cuanto a leones, ¡ni de peluche! Buscar el origen del nombre y tener la certeza de encontrarlo parece y es más difícil que encontrar una nueva estrella en el cúmulo de las Pléyades.

Hace muchos años ―desconozco si hoy mismo―, había pequeños poblados en sus alrededores inmediatos. Más que pueblecitos, en sí eran grupos familiares que tenían con la simple bendición de la lluvia ―copiosa por aquellos lares―, una buena forma para hacerse la vida grata. Se contaba con abundante caza menor, madera para lo que gustes y mandes, agua y el infaltable huerto ―incapaz de abandonarte a las penurias del hambre―. Este hábitat cuasi obligadamente prohíja la formación de un ser humano que se encuentra en paz consigo mismo.

A más de eso, es obligado mencionar la tradición de la influencia carmelita en la zona, cuyo valor primordial de esta orden religiosa es la contemplación ―y por ende, todo el cúmulo gigantesco de paz que ello implica―. De forma tal, en aquellos tiempos y lugares a los que ahora refiero, la gente poseía un pacífico vivir. Así de simple. Y sí, ahí en donde vivía don Antonio las personas eran de fiar.

Don Antonio nos regalaba con su amistad, de la misma forma que lo hacía toda su gran familia. Los muchachos y muchachas de esos rumbos se casaban sin tanto barullo, pues vivir juntos era lo que importaba, y ahí pegadito a la casa paterna ―de él o de ella― levantaban la propia. Así es como se han formado pequeñas comunidades en donde la mayoría de sus habitantes tienen parentesco. Algunos madrugaban y se encaminaban a las carreteras cercanas, casi siempre a trabajar en talleres mecánicos o en vulcanizadoras.

El alcohol y los pleitos en general no tenían vínculos serios con esta gente buena. El sábado les pagaban a los hijos de don Antonio que trabajaban en talleres, y bastaban dos tequilas y un par de cervezas para buscar el regreso a casa.

La vida de los más jóvenes transcurría en muchos y variados quehaceres ―que, por cierto, nada más de acordarme me cansan―: cortar y rajar leña de los grandes troncos caídos, acarrearla, limpiar las huertas, cosechar, darle de comer a los caballos y a las dos vacas…, en fin; trabajo y más trabajo. Ahí nunca veías a una persona sentada cuando don Antonio estaba parado, y este hombre nada más se sentaba a la hora de los alimentos, y un buen rato a la puesta del sol ―con fogata de por medio dado que el ambiente mañana, tarde y noche es sabrosamente frío―.

Aquellas fogatas se convertían en un goce familiar, bebiendo café hirviente, hablando de todo, preferentemente de fantasmas y aparecidos ―estos, por cierto, siempre vestidos de charro, en todos los colores habidos―, duendes, brujas y de alguno que otro ahorcado, pues, ¿cómo iba a faltar el tema del ahorcado en ese gigantesco bosque tan propio para tal efecto?

Todo era al amparo y bendición del bosque. Respiras belleza y el corazón adquiere un ritmo colorido. Los ojos se fijan en el movimiento quieto de tu alrededor. Vista de hojas cayendo en color de otoño café-amarillo-dorado-oro. Verdadero regalo. Vívida contemplación de cada hoja que bajando se entrega a la tierra en un acto de amor, sin gritos, susurros ni lamentos. Entrega silente de las hojas que parecen bajar del mismo cielo… Acto de pasión es el otoño. Otoño color de otoño, con ansia siempre te espero.

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