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sábado, julio 27, 2024

 

PASOS, LLANTO Y REZOS

Javier Zapata Castro

Todo se inició cuando entramos a esa casa. Ruinas por todos lados era lo único visible, paredes descascaradas enseñando humedad y adobe, gordas, fuertes, hechas con toda la mano, tal y como antes se hacían las cosas. Paredones gruesos para no permitir que saliera secreto alguno de esos cuartos grandes y altos, con crujientes pisos de madera que no permitían reflejar la luz de nuestras lámparas. Nos fuimos a meter pues, a una cueva.

Pasaba de la media noche y batallamos para entrar, porque aún y que no había cerraduras en la puerta, esta se encontraba atorado por cien años de soledad y el cúmulo de tierra que logro juntar. Casi fue necesario romper media puerta para entrar. La casona tenía habilitado un local comercial, pero estaba resguardado por dos candados. Tocaba medio tirar la puerta. Ya adentro, una escalera fuerte y angosta te decía: Por aquí es. Súbete.

Éramos dos amigos quienes hacíamos esta incursión. A él le habían platicado, en abundancia, parientes y conocidos, sobre el hecho de que en esa finca localizada en el centro de la ciudad se habían tejido truculentos dramas humanos, y que esas historias de crímenes, viejos avaros y amores frustrados, eran culpables de la que la casona se fuera haciendo vieja sin más compañía que la soledad. Mi amigo decía que le habían dicho sobre de fenómenos que ocurrían, y que no permitían a la gente vivir ahí, así como tampoco el establecer negocios que de antemano estaban condenados al fracaso.

Subiendo la escalera prendí la lámpara. Del lado derecho había puertas y más puerta. Optamos por introducirnos al primer cuarto, grande y vacío, sin más distintivo que una puerta lateral que parecía comunicar con el cuarto vecino. Ahí pues nos sentamos en el piso.

Apaga la lámpara ―ordenó mi compañero―. Vamos a ver qué pasa…

No sé qué pensaba él, pero yo me decía: “¡Qué carajos hago aquí? ¡Voy a amanecer todo desvelado!” Y así, viendo sin ver, el tiempo se fue deslizando entre fumada y fumada, imparable, como arena en mano empuñada. Al principio, el ruido de la calle se escuchaba tal y como si fueran nuestros propios ruidos. Poco a poco el transitar de la gente y el paso de vehículos se fueron alejando, permitiendo que los oídos estuvieran atentos a escuchar algo diferente, poco común, como para poder contarlo a nuestros nietos.

Serían las 3:30 de la mañana cuando claramente escuché que alguien subía por la escalera. Sin duda se marcaba el golpeteo de los pies y el ruido de las suelas tallando el piso…; tal vez solo era el eco aprisionado en aquellas piedras de tantísima gente que por ahí bajó y subió, desde la mujer llevando a un pequeño en brazos o vientre, hasta el tacón de bota charra con adornos de plata.

Prendí la lámpara y corrí hacia la puerta con la plena seguridad de encontrar a un policía con mil preguntas y ninguna respuesta… Pero no había nadie… El compañero preguntó:

― ¿Qué pasa? ¿Qué oíste?

―Alguien subió.

―Estás nervioso. No escuché nada. Vamos a sentarnos.

―Espérate hombre. Nos vamos a las 5 ―sentencio y amartillo la pistola.

No sé precisar la hora en la salimos pero fue antes de las 5. La luz del día nos sorprendió buscando el sitio en donde mi cuate había dejado su carro. Por cierto, cuando lo encontramos, estuvimos de acuerdo en que mínimo habíamos pasado por ahí tres veces anteriores, sin verlo.

Después del incidente de la escalera ―como dos cigarros después―, en el cuarto vecino se empezaron a escuchar rumores. Primero como murmullo, luego como rezo y después como una discusión, pero todo en voz baja, tal y como se habla en las iglesias. Rapidito nos paramos, abrimos la puerta y entramos, pero ahí no había nada ni nadie, solo un gran cuarto vacío de paredes altas y vigas apolilladas. En ese mismo instante se dejó escuchar un carraspeo fuerte, parecido al que se hace cuando se va a escupir. Provenía del pasillo que daba acceso a los cuartos. Rapidito fuimos. Yo apunté la lámpara y mi cuate soltó un disparo…, al unisonó. Se escuchó como si un trastero se azotara contra el piso, y aquello, parecido al murmullo de un rezo, se vino transformando en apagado llanto, propio de un dolor que no tiene fin.

Vívidamente, todo esto duró mucho tiempo, aún y que ahora entiendo que todo fue en un abrir y cerrar de ojos… En un parpadeo volvió a un silencio de cementerio en ocaso. Yo sentía los pelos parados y mucho frío… De la humedad en los pantalones no quiero platicar.

Cuando anduvimos buscando el carro, caminábamos por media calle ―afortunadamente sin transito a esa hora―. La cercanía de las paredes causaba temor. Veíamos por encima del hombro a cada cinco pasos con el pretexto de buscar el carro, pero la verdad es que yo me sentía perseguido y traía en mi cabeza aquellos ruidos, pasos, llantos, rezos…

¡Qué nochecita, hermano! Qué nochecita. Hará como cincuenta y tantos años de esto, pero verdad buena que la recuerdo como si hubiera sido ayer.

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