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sábado, mayo 18, 2024

MATIAS TIJERINA Y EL LICENCIADO

Matías Tijerina dice que toda su vida ha sido pepenador. Es común verlo caminar por las colonias de la periferia cargando gran costalón ―igualito que el señor tlacuache, hijo putativo de Gabilondo Soler―. Costalón vacío por la mañana y que al avanzar del día se va engordando con papeles y cartón. Camina con ojo avizor cruzando de una banqueta a otra y recogiendo aquello que la gente tira y que para él se traduce en dinero cuando pone el costal sobre de la báscula y esta le dice si la paga alcanzará para mañana almorzar y comer, o bien, el próximo día será solo de pan remojado en leche.

Pero Matías no dice toda la verdad. Cierto que existe el dolor en su espalda por tanto agacharse y no lo deja dormir. También es verdad de que hay semanas enteras a puro pan y leche ―como antaño se usaba para los gatos de casa rica―. La sospecha de que no dice verdad entera nace porque cuando le hablan directamente sus ojos se entrecierran y un movimiento involuntario lo hace llevarse la mano a la cintura, sitio en donde por años llevó una pistola que servía para cuidar la vida del patrón y la misma propia.

Miente cuando asegura que toda su vida ha sido pepenador. La verdad es que en ese oficio cuando mucho tendrá 10 años. Porque anterior a ese tiempo, Matías comía con manteca y de todo tuvo a su disposición como espaldero que fue del licenciado del que siempre se ha negado a dar su nombre.

Tijerina es renco. En ese balanceo de su caminar está escrita la razón por la que tuvo que cambiar su forma de vida a partir de aquella mañana en donde su patrón quedó panza arriba y con el traje lleno de agujeritos teñidos de sangre. Él mismo escapó gracias a la prisa que tenían los otros o, tal vez, porque perro no come perro y los de su mismo oficio se la perdonaron al no rematarlo.

Por eso la desconfianza cuando alguien se le acerca. El sabe que a los pepenadores todo el mundo les saca la vuelta y, cuando no es así, Matías se lleva la mano a la cintura mientras que observa atentamente la cara de quien le habla, esperando encontrar un rasgo que le quisieran ocultar y que a él le avisará un segundo antes para sacar la navaja, como en los primeros tiempos, cuando iniciaba y en cada enterramiento buscaba colársele a la vida.

Cuenta Matías que cruzaron la frontera de regreso. Se tiraron a dormir en el primer hotel que encontraron de este lado. Recuerda el despertar con hambre acumulada de todo el día anterior. El patrón sentía lo mismo y ordenó. Baño vaquero, desayuno y adelante.

No, si está bien dicho: las prisas no conducen a nada bueno. Dice que, en contra de su costumbre, no bajó el primeramente a revisar si los clientes del restaurante no presentaban bultos del 45 en la medianía del cuerpo, así como el obligadamente darse una vuelta al estacionamiento buscando vidrios polarizados, de donde casi siembre brincan sorpresas.

Pero el apetito en él y en el mismo patrón ―así como la maldita prisa―, y el ansia del licenciado al estar viendo cada tres minutos el portafolios, como esperando ver si había crecido o cambiado de color.

Buen humor del patrón, quien miraba y miraba un maletín que no soltaba de su mano izquierda. Matías dice que eso provocó bajar la guardia y caminar rumbo al restaurante y caminar con la mano alejada de la cintura, olvidando que en ese ambiente un solo parpadeo te puede costar la vida.

Los agarraron de frente con una mini-uzi del 25. Eran dos y la fumigada fue de una sola pasada. A él lo salvo su posición de guardaespaldas, siempre un paso atrás del jefe. Recuerda que desde el piso vio la sangre propia huyendo, como si estuviera asustada, de su cuerpo. Vio acercarse a uno y rematar al patrón en la cabeza. Se recuerda que el licenciado sacudió el cuerpo, como si un montón de nervios hechos bolas de pronto se desanudaran, estirando dos veces brazos y piernas, porque la cabeza ya estaba muerta pero el cuerpo no había sido avisado, o solo por reclamar su derecho de pataleo.

El de la pistola se encamino a él pero el de la fumigadora algo dijo y ya solo recogió el portafolio para finalmente encaminarse al estacionamiento en donde se encontraba una vagoneta con cristales polarizados.

Tijerina fue llevado al hospital y el licenciado a la morgue. Las curaciones y huida acabaron con todo el capital que tenía… Se encaminó al sur, pero el calor de aquellas lejanías le medio pudrió la pierna herida… Ya renco, no se animó a regresar a lo suyo…

 

Ahora vive viendo la cara de quien le habla mientras que su mano automáticamente se encamina a la cintura…, caminando un día por una calle y al otro día por otra, anónimo entre los anónimos, lleno de ropa sobrepuesta y costras que ocultan a Matías Tijerina, Exespaldero de un licenciado que quedó bien muerto en el descanso de una escalera de hotel, allá, por este ladito de la frontera norte… Porque, como dicen en Colombia: “Seguro mató a confiado”.

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