EL OLIVAR
Javier Zapata Castro
La primera vez que escuché hablar sobre de la ranchería llamada El Olivar, fue en el jardín de un pueblo minero, cuasi abandonado. La mayoría de las bancas en el jardín se encontraban destruidas, algunas sobrevivían, seguramente cavilando en la forma de cómo terminarían sus días.
Preocupadas estaban sin duda poniéndose de acuerdo con alguna raíz para que esta creciera y engordara bajo de ellas, y así, al levantar el piso por el empuje, dejarla inservible de una buena vez… Buscando en donde sentarme fui a dar a una banca grande.
Ciertamente que ya estaba ocupada por dos hombres viejos, tan viejos que ni bulto hacían ―verdad buena que los años secan, encogen a todos, enjutan―, viejos con sombrero de palma, morral al hombro, cotorina y calzando huaraches de 4 correas.
La edad acorta la vista y pone tapias en los oídos, de forma tal que los hombres ahí sentados platicaban casi a gritos. Escuché que se decían uno al otro:
―Pa´ tiradores, los del Olivar.
―Esos son matones ―le respondieron.
―Será pues, pero una cosa no quita la otra.
―Ah, pos´ claro que no. Los del Olivar no jierran el tiro…
…y el nombre aquel empezó a taladrar el oído ―El Olivar― mismamente como el zumbido de una mosca que no se puede uno acabar de espantar.
Un día ―porque así estaba ya escrito― pude ver a un muerto matado por gente del Olivar. Ahí estaba el difunto como muñeco desarticulado. Parecía solamente un hombre durmiendo la borrachera, pero no. Como estaba de lado se veía una pequeña mancha en el pecho, y un agujerón en la espalda daba fiel cuenta de la salida del disparo. La bala dijo que se iba a llevar todo lo que se encontrara a su paso. “Estos del Olivar tiran con balas expansivas” ―pensé―.
El hombre ahí tirado hizo que tornaran los recuerdos del pueblo abandonado, la charla de los viejos oídos tapiados, la plática de las bancas, a más de tantos comentarios escuchados por aquí, por allá y acullá, claro. El tiro tan bien pegado ―se decía que a 35 metros― fue motivo suficiente para empezar a preguntarme en dónde es que se ubica ese tan mentado rancho del Olivar.
Todos a quienes se preguntó señalaban el rumbo, pero ninguno dijo que él sabía llegar. Sería como aceptar que habían estado por aquella sierrita buscando hacer trato para difuntear a un cristiano… Tampoco era conveniente andar pregunta que pregunta… Total, conocido el rumbo… Tres días de caminata extraviada para llegar, buscando por aquellos caminitos que el zacate escondía, puro camino de sierra.
Pero no hay día que no se llegue y de pronto me vi cruzando su única callejuela. Se decía que era un nido de matasiete ―como en la actualidad lo ha venido siendo Badiraguato―, pero eso no quitaba que tuviera su tienda, sin puerta visible, solo una ventanita de 40×40 centímetros… Ahí se compró dos latas de sardina, jitomate, cebolla, chile serrano, cocas con cola y un litro de caña… Seguir hasta el final de la calle y un poco mas allá para colocar la tienda de campaña ahí mismo, en el rancho el Olivar, plaza con fama bien ganada de ser la tierra de los mejores pistoleros de Guanajuato ―un tiro, un difunto. No la ráfaga que buscando a uno y solo a uno tumba a 10. Así cualquiera―. Ya estaba ahí, vamos a ver qué se ve. Se juntó leña y salí a buscar quien me diera un poco de agua.
― ¿Qu’ere lechita? ―Dijo un chamaco de hasta 8 años, acuclillado y con una cubeta entre las piernas, ordeñando una vaca que se veía burlona ante el tamaño de la cubeta de la ordeña, seguramente por estar ella sobradamente dotada. Ganado de alto registro, pues… ―. En la casa hay quesos ―dijo el niño, y continuó hablando―: Mi mamá hace bien hartos. Estas cabronas vacotas dan mucha leche y si no se les ordeña mañana y tarde se echa a perder la leche, se hinchan y luego se mueren. Tenga, tómele ―dijo, dándome la cubeta de color rojo llena hasta el borde de leche espumosamente blanca…
―oye, ¿y agua no tienes?
― ¿Para qué la qu’ere?
―Para hacerme un cafecito ―contesté.
―Hágalo con leche ―dijo el ordeñador.
Finalmente caminamos rumbo a su casa. Al llegar destrabó la puerta y se metió. Fue como si los perros que nos acompañaran recibieran la orden de ladrar y quererme morder. Un chiflido del ordeñador y se apaciguaron. Finalmente el niño salió abrazando tres quesos goooordos, una bolsa con tortillas y un bote con agua.
Hasta cuatro veces vi al chamaco subir la leche por aquella calle solitaria, silente, solamente los ruidos propios de la sierra…: coro de chicharras…, pájaros en celo gritando su amor…, susurro de hojas besadas por el viento… De pronto, después de dar cuenta de las tortillas, el queso y el café caliente, allá a lo lejos apareció un jinete al inicio del camino-calle, avanzó hasta detenerse frente a una casa, bajó del caballo y se metió… cosa de 20 minutos. Después salió. Sin ninguna prisa reinició el camino. Se allegó frente a mí y dijo:
― ¿Cómo qué chingao’s se le perdió por acá?
―De perdérseme, nada ―contesté―. Más bien fui yo el que me perdí en la sierra y vine a dar aquí. Duré tres días perdido ―agregué.
―Es buena hora pa’ que se regrese. Ya vido por donde llegué. Ese es el camino ―sentenció.
Armé la mochila y levanté la tienda, me traje los quesos, desande el camino pues. Ahí estaba el Olivar, pueblito en donde se hacen hartos quesos para que no se mueran las vacas ―y al parecer sus moradores nacen con el alma empistolada―, como en las tres cuartas partes de la república mexicana. ¿a poco no?