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jueves, marzo 28, 2024

LA COPRA Y EL PILONCILLO

Atoyac se encuentra ubicado ahí nada más que a tiro de escopeta del puerto de Acapulco y, un poquito adelante, rumbo la sierra, te vas a encontrar con “La Purísima”, población con antigüedad de diez generaciones enterradas en su panteón ―a según está escrito en sus tumbas―.

Después de cuarenta y tantos años, a golpe de vista, La Purísima parece no haber cambiado en nada, tal y como si solamente se le hubiera dejado de ver un fin de semana. O tal vez sea otro pueblo, hijo de aquel que, tan parecido, parece ser el mismo de hace cuarenta y tantos años. ¿O ya serán cincuenta y tantos?

La Purísima, donde fue velado don Pedro Jaramillo, típico guerrerense que, como tal, no podía controlar sus pies al acorde de una jarana y la “r” modulada en la boca con altos, bajos y silencios, “r” extraída de un escondite de alegría conocido como tierra caliente… Pedro era bajo de estatura, moreno y aquella sonrisa siempre como queriéndose escapar del rostro para verte de frente.

Esa noche de hace ya tantos años bajo el techo de hojas de palma, dentro del cajón de pino sobre de la mesa, fue la única vez que vi serio a don Pedro. La sonrisa huyo de su rostro de la misma forma que su vida escapó por el canalón del machetazo que por un poco más y le parte la espalda en dos. Y todo por razón de que el monopolio pagaba baratito lo blanquito del coco: la pulpa; copra se llama, que lo demás es agua, cascara y greña

Don Pedro no se callaba lo que le bullía en la cabeza. Organizo a los copreros y formaron una cooperativa. Ahí fue en donde la puerca torció el rabo. El monopolio fijo en 10 centavos el kilo y el líder coprero dijo “a 30 centavos o no sale la copra”. Lo habló en serio y remato lo dicho: “Preferimos que se pudra”.

La copra llego a su mero punto, se vendía o se pudría. Un machetazo espaldero fue lo que vino a fijar el precio. Se dibujaba desde el hombro derecho hasta el iliaco del lado izquierdo, un canalón que casi parecía al que se abrió en el mar para que huyeran los judíos de la persecución de faraón.

Ahí estaba el líder guardando la compostura propia de un velorio. Seguramente que batallaba para mantener el rostro con la seriedad de su propia velación, porque Pedro Jaramillo trepaba al corte del coco lo mismo que dirigía una asamblea de cooperativistas: con una sonrisa, tal y como si en el fondo riera a carcajada batiente y al rostro solamente llegara aquella muestra de alegría permanente.

La tropa se mantuvo a distancia, solo dejándose escuchar el ruido de botas. Alguno que otro soldado infiltrado en el velorio; “pelón” que se distinguía como mosca en leche. Pero aquellos eran momentos de dolor y rabia, no de conspiraciones.
Muchos años hace y bastantes han sido los machetazos y balazos en Guerrero. Pero, así como persisten los cacicazgos, monopolios y narcotráfico en aquellas lejanías, hoy mismo y aquí, en el estado de San Luis Potosí, en la zona huasteca, el piloncillo y los demás azucares que se transforman relativamente fácil en alcohol, vienen a ser la “mesma mesmedad”.

O ¿quién desconoce que en la huasteca se compran conciencias, presidencias municipales y a toda una pléyade de diputados de todos colores? Los caciques continúan fincando imperios cerveceros y partiéndole su madre a los ríos y a todo el ecosistema…, claro, sin dejar de convertir a los indígenas y a sus tianguis en el folclor de aquellas tierras. ¡Faltaba más…! ¡A los caciques huastecos habría que treparlos a un avión y llevarlos a la tierra de “nunca jamás”!

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